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Un año donde aprendimos muchas cosas: desde la fuerza del Viet Cong, con la ofensiva del Tet, que sorprendió a las fuerzas norteamericanas, al ciego autoritarismo soviético que no dudó en acabar violentamente con la Primavera de Praga. Aprendimos también a dudar de la justicia: nunca aclaró los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, ni castigó la masacre de la Plaza de las Tres Culturas en México.
Pero también empieza una reflexión crítica sobre el estado de bienestar que había gobernado Europa durante casi 25 años. Se cuestionan las relaciones disciplinarias en el trabajo, la economía productivista, los excesos del consumo y el tabú, mantenido aun políticamente, sobre el sexo, relegándolo a un modo de producción más, al margen de la fuerza del deseo y la pasión. El Estado, además, había potenciado su poder, al hacer de la educación, la sanidad y la cultura aparatos de control y dominación social. Un grafiti en París lo sugiere:
“Gracias a los exámenes y a los profesores el arribismo comienza a los seis años”.
El arte sintonizó con ese compás o tal vez venía haciéndolo desde tiempo atrás, con iniciativas como Fluxus y en España, ZAJ. En cualquier caso, artistas como Hans Haacke, Robert Morris o Nancy Spero se movilizan contra la Guerra de Vietnam, la Bienal de Venecia ha de cambiar su formato, Marcel Broodthaers inicia su crítica a las estructuras del museo, la fotografía se carga de reflexión crítica sobre la sociedad (Sekula, Lonidier) y cobra nueva fuerza el arte feminista (Valie Export, Yoko Ono, Bárbara Kruger, Martha Rosler).
Recientemente Toni Negri y Michael Hardt han sugerido que el capitalismo globalizado ha sabido incorporar al sistema muchas de las exigencias del mayo francés (y de las protestas de los años siguientes en Berlín, Tokio o California) que la izquierda apenas supo traducir en términos políticos. Es otra razón para reflexionar sobre 1968.