By PEDRO G. ROMERO
Para muchos, el origen del flamenco estaba en las tonás, las famosas 33 —la edad del Cristo— tonás fundadoras de toda una mitología gitano-andaluza; para otros, el laboratorio original del decir flamenco venía de la saeta, del amplio espectro religioso que esos cantes presentan con orígenes judíos, norte-africanos, etc.; finalmente, una línea que se quiere materialista señala los cantes de labor, trillas, martinetes, en fin, todo aquello relacionado con el mundo del trabajo, ese sería el lugar donde se ensayan melismas, respiraciones y nuevos ritmos para definir ese cante jondo que está en la base de lo flamenco.
Pues bien, si fuesen verdaderas esas líneas de investigación histórica que quieren hacer de los cantes y bailes flamencos una suerte de biotopo darwinista y teleológico, da igual que se funde en los cantes americanos, en la escuela bolera o en el hogar primordial gitano; ya digo, si todo eso fuese así, si hubiese un origen distintivo, un lugar adánico y primero donde las características del género se decantaran, estrenaran y mostraran al mundo, ese sería el campo del pregón, del pregón popular y su consecuencia en el pregón flamenco. Es ahí, se verá claramente, donde mejor coinciden experimentación y experiencia, en la línea teatral de Antonio Chacón atento al género escénico de la ópera y la zarzuela pero también en la vereda de los Macandé o del Niño de las Moras, ilustre merchero, con sus vocaciones folclóricas y callejeras.
Muchos de los logros melódicos del flamenco, de sus giros rítmicos, de sus improntas vocales características en esta o aquella manera de hacer el cante vienen de los pregones, no solo en los casos más evidentes, también en sus formas más políticas, esenciales y metafísicas. Por eso, el libro de Pregones y flamenco. El cante en los vendedores ambulantes andaluces (Athenaica Ediciones, 2020), estudio y compilación pionera de Rafael Cáceres and Alberto del Campo, se nos aparece como fundamental, una piedra de toque especial para empezar a entender de otra forma la constitución estética del género, mostrando un nuevo campo de tensiones entre la autonomía artística y las relaciones sociales, lejos, por igual, de la fiesta y del teatro, los campos más explorados en las más acertadas exploraciones musicales y sociales del flamenco.
Para Guy Debord, el régimen capitalista se presentaba en el mundo con dos modelos, el “integrado”, o de Estado, y el “difuso” o liberal, por eso el derrumbe del llamado socialismo real simplemente aclaró la situación. De este modo, cuando observaba entre los gitanos y otras “clases peligrosas” formas de comercio proto-capitalistas —mercadillos, venta ambulante, chamarileros, quincalleros, traperos, chatarreras, trueques, anticuarios y tráficos de sustancias ilegales— entendía que había todavía formas dialécticas que sobrevivían entre el comercio y el capitalismo financiero. Seguramente se refería a eso cuando, exageradamente, observó cómo “los gitanos se dejaban atravesar por el capitalismo sin que con ello se alterara su original forma de vida”.
Por eso, en este libro, aparte de las noticias musicales y la información histórica podemos atisbar toda una caja de herramientas con la que los artistas populares se enfrentaron a las disyuntivas de vender, cambiar, intercambiar su fuerza de trabajo. Un verdadero manual de uso para el artista del presente, no hablo solo de los flamencos, cualquiera que forme parte de las llamadas clases culturales encontrará aquí maneras de hacer particulares, todo un tratado de cómo hacer coincidir valor de cambio y valor de uso.