Portada » EL ESTUDIO EN EL QUE SE PINTÓ LA MODERNIDAD
BLOG EXPOSICIONES

EL ESTUDIO EN EL QUE SE PINTÓ LA MODERNIDAD

La exposición “Un estudio en la calle Conde Ybarra” rescata la historia del taller que compartieron Fernando Zóbel, Carmen Laffón y Pepe Soto a finales de los sesenta

26/02/2018

EVA DÍAZ PÉREZ

Vuelven la luz de un amanecer de junio de 1968 que pintó Fernando Zóbel, las veladuras poéticas de Carmen Laffón y los campos de color infinitos de Pepe Soto. CICUS acoge un lugar de la memoria, un espacio perdido, un escenario que acaso sólo se pueda intuir en la esquina de algún cuadro. “Un estudio en la calle Conde Ybarra”, comisariada por Juan Bosco Díaz-Urmeneta y Pepe Barragán, es la exposición que se puede ver hasta el próximo 5 de abril en la sala MDD de CICUS. Una recreación del estudio que compartían Carmen Laffón, Fernando Zóbel y Pepe Soto desde finales de los años sesenta y que fue algo más que un taller convirtiéndose en el lugar por el que entró la modernidad pictórica en Sevilla.

Aquel taller mítico forma parte de la memoria oral. Lo conocíamos por lo que contaban los creadores que allí se reunían para hablar del arte, la política y la vida. El estudio de Conde Ybarra parecía una academia platónica en la que se ensayaba la modernidad. En aquella Sevilla de finales de los sesenta, anclada en un pasado provinciano e inmovilista, Zóbel ejerció como apóstol de la joven generación de artistas que protagonizaría una vanguardia solapada en los tiempos oscuros.

Lo que se muestra en esta exposición es un paseo por esa vanguardia ya histórica, pero también por un patrimonio de la nostalgia y una historia de amistad llena de hallazgos luminosos. De los tres amigos que habitaban aquel estudio sólo queda Carmen Laffón. La exposición se ha planteado como homenaje a Pepe Soto, recientemente fallecido, y del que se exhiben obras de aquel tiempo y también de su última etapa como S/T (2016), Espacio vertical carmín y marrón (2012) o Espacio vertical azul y gris (2012). Para Pepe Soto y sus abstracciones geométricas la llegada a Sevilla de Fernando Zóbel fue una epifanía. Fue el momento en el que el pintor sevillano se abrió a los espacios continuos, a jugar con el aire y los vacíos en clave de color. Zóbel conectó a Soto con la idea la abstracción de la pintura neoyorkina como la llamada ‘color field painting’ o las pinturas de campos de color como la entendió Barnett Newman. Zóbel había visto el mundo, recogía en sus famosos cuadernos acuarelas con impresiones de viajes, había dialogado con los maestros clásicos -desde Mantegna a Veermer- para responderles con sus abstracciones líricas.

Fernando Zóbel (1924-1984) nació en Manila, estudió en Harvard y había recorrido los principales museos del mundo. En aquellas tertulias sevillanas del estudio de la calle Conde  Ybarra mostraba los diarios de viaje con curiosas anotaciones, collages, fotografías, dibujos y acuarelas que contemplaban, además de Carmen Laffón y Pepe Soto, los entonces jóvenes Gerardo Delgado, Joaquín Sáenz, Gerardo Rueda, Luis Gordillo, Carlos Alcolea, Juan Suárez o Ignacio Tovar. Si para algunos de ellos Miguel Pérez Aguilera había sido el gran profesor que tuvieron en la Facultad de Bellas Artes, Zóbel se convirtió en el otro gran referente de esta gran generación.

La pintura de Zóbel era una continúa búsqueda interior en la que se podía encontrar desde la influencia arrebatada y pasional de Rothko o Pollock -sobre todo en su sorprendente serie Saetas-, de Franz Kline, de la caligrafía asiática o de la indagación en los equilibrios abstractos de un jardín zen, como le ocurrió con el de Ryoan-Ji de Kioto.

La Sevilla de Zóbel está resumida en algunos de sus cuadros de puro impresionismo abstracto. Por ellos se podría pasear como en un sueño remoto, siguiendo esas líneas finas y largas que trazaba con su particular método de jeringuillas de cristal. Y en la exposición que ahora se puede ver en CICUS está buena parte de esta Sevilla zobeliana. Están los lienzos Amanecer, La botella del Jueves o El juego de té II. Amanecer nos hace regresar a un tiempo perdido. Anota el artista que es el amanecer que contempló el 29 de junio de 1968 y de pronto parece que la sala de exposiciones de CICUS se transformara en aquel taller donde se ensayó la modernidad. En el cuadro S/T dedicado a Pepe Soto entra la luz blanquísima por una ventana. Podemos oler ese aire y, sobre todo, reconocemos los visillos que pintaría Carmen Laffón hasta convertirlos en uno de los muchos iconos de su pinacoteca íntima.

Carmen Laffón bebió de las veladuras de Fernando Zóbel asomándose a tardes que soñó antes de pintarlas. Hay una Sevilla detrás de esas veladuras. Es una Sevilla pintada tras un cristal llovido donde se adivina la brisa que mueve los visillos. En ese estudio de la calle Conde Ybarra se fragua el mundo de interiores de Carmen Laffón: armarios entreabiertos, alacenas con tazas o semillas de ajonjolí olvidadas, máquinas de coser, bodegones con cosas apenas presentidas que guardan aún la huella tibia de las cosas rozadas. Un mundo de objetos por los que ha pasado el tiempo y la vida. También está el asombro de la mirada de Laffón sobre una Sevilla de penumbras y ensoñaciones, el vapor desde las azoteas en las que se ha pintado el silencio.

Carmen Laffón se ha entregado con emoción y dolor a esta exposición. Con emoción porque es un homenaje a sus amigos y también a una época de su vida. Hasta poco antes de la inauguración la artista ha estado dando los últimos detalles a la gran sorpresa de la exposición: dos lienzos de la serie de La sal, un paisaje de las salinas que se encuentran en la curva de Bonanza en Sanlúcar de Barrameda. Un lugar pintado desde la otra orilla en un asombroso juego entre el paisaje y la geometría. En los dos cuadros hay un blanco de mil intensidades, interpretaciones y matices. También es un cuadro que huele, como tantos de Carmen Laffón, esos lienzos en los que se adivina la lenta maduración de la fruta o el tiempo envejeciendo en las maderas. Estos nuevos cuadros huelen a salitre y parece que ese aroma impregnara toda la sala MDD del CICUS de una brisa de ultramares.

La exposición tiene algo de páginas arrancadas a un álbum de nostalgia. Vemos los dibujos que Fernando Zóbel realizaba en su cuaderno de apuntes y que ahora son fragmentos de un puzle de la memoria. Aparece un dibujo de la cuna que entonces pintaba Carmen Laffón o una carta en la que Zóbel, como director del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, le anuncia a Pepe Soto el 23 de enero de 1973 que el museo ha ofrecido una de sus obras gráficas al British. Estremecedores fragmentos de un recuerdo.

Uno de los matices que se pueden disfrutar en la exposición es el sutilísimo cromatismo de Zóbel. El artista se obsesionó con los colores y luces de la ciudad. Fue una de las razones por las que eligió quedarse durante algún tiempo en Sevilla: sumergirse en su paleta de color. Zóbel hablaba del color marisco del Alcázar en otoño, del matiz opalino -entre blanco y azulado con reflejos irisados- del cielo o la hermosa circunstancia de inviernos de neblina «llenos de blancos infinitamente matizados». Sus paseos por la ciudad quedaron atrapados en su álbum Mis fotos de Sevilla (1985) donde anotó todo lo que le fascinaba. Por ejemplo: «La calle Betis atardeciendo, en el momento que se encienden los faroles color naranja».

En los cuadros que se muestran de Pepe Soto está el soberbio lenguaje de la línea y el plano que nunca cae en la dictadura del rigor geométrico por el triunfo del color que palpita dentro de sus lienzos. Hay líneas que sutilmente se quiebran o quizás tiemblan, que parecen cambiar de opinión para caminar por otro lado. Cuadros vivos que nos hacen adivinar la fuerza creadora del Pepe Soto de los últimos años, arrebatado por una fiebre inspiradora después de muchos años de silencio. En la exposición de CICUS sorprenden sus impresionantes gamas de color. Y un juego que siempre se plantea a quien contempla sus cuadros: intentar definir sus colores. El gris aparente que se transforma en un tono verdoso o el rojo tan intenso que parece tener relieve y que, a pesar de la sobriedad de su pintura, despliega una fiesta sensorial de cerezas desangradas a punto de corromperse. Un color que saca a flote inquietantes sustratos arqueológicos dentro del cuadro. Como el fondo de memoria que se esconde en este estudio ahora recreado en CICUS para evocar un momento fundacional de nuestra modernidad.