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LA UNIVERSIDAD COMO «SIMULACRO» · DIEGO LUNA

No es casual que en los últimos años Muntadas haya dirigido su mirada hacia la Academia: después de varias décadas implicado en la docencia en algunos de los más prestigiosos ámbitos universitarios (entre otros contextos educativos), tocaba reflexionar y desbordar una vez más su condición de media artist. La famosa intersección en que ubica su trabajo (arte-ciencias sociales-medios de comunicación) le permite dirigir ahora el foco hacia los vínculos que las universidades están estableciendo con otras instituciones o entidades aparentemente alejadas de lo académico. Un proyecto de investigación consistente en lo que podríamos denominar un proceso de deconstrucción interna, pues su principal fuente de información es precisamente la comunidad universitaria que da sentido a las actividades propias de este tipo de escenarios. Las muchas y familiares contradicciones presentes en las respuestas de sus entrevistados, sujetos responsables activa o pasivamente de esas mismas vinculaciones, constituyen de hecho la mejor justificación para llevar a cabo tal empresa, perfectamente conectada con su trabajo anterior. Una trayectoria que habría que entenderse como un único proyecto de investigación en torno a las sociedades actuales, comenzado a finales de los años sesenta y que ha llevado al autor a reflexionar y a animar nuevas reflexiones sobre cuestiones que irían desde la comunicación de masas hasta las traducciones culturales en Oriente, pasando por una reivindicación de los «subsentidos», una serie de advertencias sobre los elementos del «media landscape» o una denuncia de la lógica del Neoliberalismo, área concreta en la que podría ser ubicado el tema de About Academia.

En esta ocasión, Muntadas se pregunta por lo que significa la Universidad respecto a la Academia y qué valores representa, por el hecho de que la cultura se produzca también fuera de lo institucional, por la cada vez mayor penetración de las dinámicas empresariales en la Universidad, por los procesos de financiación y los conflictos de intereses existentes en ella, por el filtro que constituyen las entidades gubernamentales en relación a las investigaciones que se están llevando a cabo en estos espacios dedicados a la producción de conocimiento. Pero las respuestas que el autor encuentra tan solo aportan más dudas. El propio Chomsky reconocía a Muntadas lo ambiguo de no querer mezclar su compromiso político con su trabajo en la Universidad (motivado en su caso por el apoyo recibido puntualmente a pesar de su activismo político). En general, los entrevistados reconocen abiertamente la moderación de sus respectivas perspectivas críticas contra lo institucional una vez pasaron a formar parte de la institución. Carol Becker incitaba a Muntadas a enfocar sus interrogantes hacia cómo se puede sobrevivir dentro de las instituciones universitarias manteniendo un criterio más o menos propio. La Universidad es en este sentido un mecanismo que regula, que absorbe, que atrapa incluso físicamente en las estructuras de sus espacios arquitectónicos, y que, hoy en día, va mucho más allá de estos espacios. La Universidad invade de hecho las sociedades, ya no solo canalizando lo académico a través de sucesivas generaciones de individuos, transmitiendo un determinado legado cultural –como dirían los mediólogos–, sino de un modo mucho más agresivo y directo, y que no siempre responde a este último propósito; por ejemplo: ejerciendo su influencia en una serie de procesos inmobiliarios y urbanísticos que llegan a derivar en auténticas situaciones de gentrificación. Pareciera tratarse de una especie de tránsito desde la Universidad como médium, como medio de transmisión de los valores y conocimientos que la Academia debiera conservar a través del tiempo, a la Universidad como antimédium, como un mecanismo dispuesto a paralizar el flujo del conocimiento común con tal de ceder ante el empuje de ciertos intereses particulares y extra-académicos.

Según se deduce de las investigaciones de Muntadas, todo remite a una escisión consciente y sorprendentemente generalizada entre la Universidad y la Academia: para los entrevistados, la primera es tan solo una materialización de la segunda, que de hecho coexistiría con otras muchas materializaciones. En términos foucaultianos, podría afirmarse que la Academia habría sido siempre el conjunto de saberes oficiales –o, quizá mejor, oficializados (episteme)–, mientras que la Universidad sería tan solo uno de los dispositivos encargados de vehicular tales saberes, de llevarlos a la práctica, constituyendo un marco más o menos específico donde coinciden ciertos sujetos con sus respectivas intencionalidades. Sujetos hoy condicionados por la dinámica burocrática hasta el punto de ver pervertida la serenidad que precisan sus investigaciones, abrumados por la sustitución de las dificultades para acceder a las fuentes por el «Síndrome de Diógenes 2.0» y la tan subjetiva capacidad selectiva. Esos sujetos –no hay que engañarse– somos por supuesto todos los que alguna vez hemos aspirado a una mejor posición social; Randall Collins explicó este hecho con claridad desde su teoría sobre el «credencialismo»: tanto los estudiantes como los profesores que alimentan la Universidad (en todos los sentidos), conciben esta como el contexto idóneo para ver cumplidas, a corto o largo plazo, una serie de expectativas que siempre tienen que ver con la más que sugerente posibilidad de vivir de lo que uno sabe o puede llegar a saber. Un motivo que va ligado sin duda a un rebrote de individualismo (especialmente narcisista y alimentado por las redes sociales de Internet, paralelas en este caso a los repositorios de publicaciones científicas), que anima a pensar de hecho en la existencia de nuevos procesos de subjetivación que ya no producen meros cuidadores de sí, sino enamorados de sí, conquistadores de sí, competidores contra sí, seducidos de sí.

Lo cierto es que poca gente puede plantearse la opción de dedicarse plenamente al cultivo del intelecto sin el respaldo de una institución especializada en la gestión del capital cognitivo (incluso los monjes medievales dependían de la Iglesia). Un apoyo que, como contrapartida, exige un nivel de esfuerzo cada vez más parecido al requerido en cualquier otro contexto laboral del siglo XXI, existiendo de hecho una obligación de ceder ante cierto devenir de las cosas. Esto, en el marco que constituye la Universidad, podría deberse sencillamente a que esta no permanece ajena a los cambios que están teniendo lugar en el resto de las esferas culturales, pues fricciona inevitablemente con otros dispositivos que funcionan a un ritmo semejante. ¿Pero por qué autoexplotarse también en la Universidad, si ni siquiera se contribuye a la transmisión o revisión de unos valores compartidos? Sí, en efecto, por la ilusión de poder. Según la presenta Muntadas, la Universidad actual es un «simulacro» –que diría Baudrillard–, una versión apartada de la Academia que, contra todo pronóstico, se tiene como real, como legítimo garante de lo académico, y de ello se contagian sus agentes. Tan seducidos por el régimen de verdad neoliberal –lo cual probaría su efectividad–, por el espectáculo universitario, estos no pueden ver la lógica hiperrealizadora que la nutre. Sin embargo, siempre han existido múltiples maneras de instalar saberes en la práctica y el siglo XXI, lejos de romper con esta esperanzadora tradición, parece regalarnos aún más oportunidades que las que puedan haber existido jamás para plantear esas materializaciones alternativas. Hoy más que nunca resulta verdaderamente atractivo pensar en reinventar lo académico desde una subjetividad autocrítica.

 

Diego Luna